lunes, 15 de febrero de 2010

Origen del San Valentín- Lupercales - más carne que romance

He copiado un artículo que puso en Facebook Mónica Fredo, a quien le agradezco su involuntario aporte a este blog, en el que relata una síntesis interesante del origen de la celebración de San Valentín.

Centurias antes de Cristo, se celebraba una festividad a "Lupercus (Cazador de Lobos)" y dicha ceremonia se llamaba "Lupercalia" en el cual se hacian todo tipo de Lujurias sexuales, Orgias etc.
Era una celebración en honor al dios romano Lupercus, el dios de la fertilidad. A mediados de febrero, los antiguos romanos se reunían en una gruta llamada Lupercal. Allí sacrificaban animales en honor de Lupercus y, al terminar, unos jóvenes adornados con la piel de las víctimas, recorrían la ciudad azotando con látigos a las mujeres que se encontraban a su paso, convencidas de que el dios de la fecundidad les concedería así su gracia.También era costumbre poner en una caja los nombres de las chicas adolescentes y los muchachos sacaban en sorteo su compañera sexual del año, al año siguiente se sorteaba otra vez. La historia nos cuenta que Lupercus en Grecia fue conocido por "Pan" y en los Semitas fue "Bal" conocido mejor como "Baal" .El intento de la Iglesia católica de aprovechar un popular rito pagano de la fertilidad para asociarlo a la conmemoración de la muerte a palos y posterior decapitación de uno de sus mártires, es el origen de esta festividad de los enamorados. Ya en el siglo IV a.C. los romanos practicaban un rito anual de iniciación en honor del dios Lupercus. Se metían los nombres de muchachas adolescentes en una caja y los jóvenes los extraían al azar. De este modo, a cada uno de ellos se le asignaba una compañera para su mutua diversión y placer (a menudo sexual) durante todo un año, finalizado el cual se organizaba otro sorteo. Dispuestos a poner fin a esta práctica, que contaba 800 años de antigüedad, los primeros Padres de la Iglesia buscaron un santo patrono de los “enamorados” para reemplazar al dios Lupercus, y hallaron un buen candidato en Valentín, un obispo que habla sido martirizado unos doscientos años antes.
En Roma, en el año 270 d.C., Valentín había enfurecido al demente emperador Claudio II, autor de un edicto que prohibía el matrimonio. Claudio opinaba que los hombres casados eran malos soldados, puesto que les costaba demasiado abandonar a sus familias para ir a guerrear. El Imperio necesitaba soldados, y por tanto Claudio, que jamás temió la impopularidad, abolió el matrimonio.
Valentín, obispo de Interamna, invitó a los enamorados jóvenes a acudir a él en secreto para unirlos en el sacramento del matrimonio. Claudio tuvo noticia de este “amigo de los enamorados” y ordenó al obispo que se presentara en su palacio. El emperador, impresionado por la dignidad y las convicciones del joven obispo, trató de convertirle a la religión de los dioses romanos, para salvarle de una ejecución que de otro modo tenía asegurada, pero Valentín se negó a renunciar al cristianismo e, imprudentemente, trató de convertir ai emperador. El 24 de febrero del año 270, Valentín fue apaleado, lapidado y, finalmente, decapitado.
Dice también la historia que mientras Valentín se encontraba en la cárcel, esperando la ejecución, se enamoró de la hija ciega de su carcelero Asterius, y que gracias a su fe inquebrantable le devolvió milagrosamente la vista. Después firmó un mensaje de despedida para ella, que finalizaba con tas palabras “De tu Valentín”.
Desde el punto de vista de la Iglesia, Valentín parecía el candidato ideal para usurpar la popularidad de Lupercus, y por tanto, en el año 496, el severo papa Gelasio proscribió las lupercales de mediados de febrero, pero tuvo la astucia de conservar la lotería, puesto que conocía la afición de los romanos a los juegos de azar. Ahora, en las cajas que antes contenían los nombres de mujeres solteras y disponibles, se introdujeron nombres de santos. Tanto hombres como mujeres sacaban los papeles, y se esperaba de ellos que durante el año emularan la vida del santo cuyo nombre habían extraído. Se trataba, desde luego, de un juego diferente, con distintos incentivos, y esperar una mujer y sacar un santo debió de decepcionar a muchos jóvenes romanos. El supervisor espiritual y santo patrono de toda esta actividad era Valentín. De mala gana y con el transcurso del tiempo, cada vez más romanos olvidaron su festividad pagana y la sustituyeron por el día festivo de la Iglesia.

martes, 9 de febrero de 2010

UN ESCRITO PARA SAN VALENTIN

Esta es una carta con la que participé en un concurso literario de Pamplona en el 2005, y aunque no saqué el primer premio la verdad es que no quedó mal ranqueada.
El concurso era justamente "Cartas de Amor para San Valentín".
Fue un buen divertimento literario ponerse en la piel y los zapatos de una mujer y pensar cómo puede llegar a sentir el amor.
No obstante creo que a todos los hombres nos haría bien, de vez en cuando, pensar en este tipo de proyección; estoy convencido que nos haría más sensibles y sabríamos comprender más y mejor los sentimientos de nuestras esposas, novias, amantes, o amigas.


Buenos Aires, 14 de febrero de 2007
Seguramente estarás extrañado al recibir una carta mia. A veces, a algunas personas se nos niegan cosas que para cualquier otro ser humano forma parte de lo cotidiano, de lo normal.
Hoy es un día especial, hoy es aquel preciso día en que todo el mundo celebra lo que yo, por necesidad y costumbre, todos los días vendo.
Me doy cuenta que no sé cómo llamarte. ¿ De verdad tu nombre es Roberto ? o es tan sólo el nombre que conmigo utilizas ? No importa. Creo que de todas formas es hora de comenzar a desnudarnos, no como lo hacemos cuando vienes a mí, sino de una forma más completa y honesta. Es hora de desnudar el alma.
No me llamo Marlene, mi nombre es Rocio. Esa soy yo, ese es mi nombre verdadero. No sé si sea importante o no, pero mi apellido es Manriquez; y nací hacen 32 años, acá mismo, en Buenos Aires.
Yo no sé escribir muy bien. No pude estudiar mucho. Yo creo que uno es lo que va a ser, ya desde chiquito.
El que va a ser doctor es inteligente desde que nace, y la que va a ser puta, como yo, carga con sus limitaciones desde la misma cuna.
No creas que escribo para llorar mis penas. Te escribo para declararte un amor a destiempo.
Comenzastes como un cliente más, y te transformaste despacito en alguien especial.
Yo no tuve muchas cosas especiales en mi vida. Creo que lo más especial fue una bicicleta que me regaló mi abuela; era una bicicleta como cualquier otra, pero tenía un brillo distinto en su pintura ( o eso creía yo ) que la hacia única. Ese es el brillo que yo comencé a ver cada vez que me buscabas. Qué estupida, no se me ocurre otra cosa que decir que me enamoré de tu brillo de bicicleta.
Disculpa la letra, además de tener poco estudio me tiembla la mano al escribirte esta carta.
Me duele mi corazón y me duele la vida de mierda que me separa para siempre de mi "brillo de bicicleta".
Estoy enferma, sabes.
No te asustes, no te escribo para decirte que también lo estás. Yo te cuidé aún antes de sospecharlo, por las dudas, por si acaso.
Las mujeres como yo siempre estamos expuestas a que algún tipo no se quiera cuidar y nos obligue, a veces a los golpes, a estar con él sin protección.
Estoy enferma. Tengo Sida, maldición, tengo Sida.
Y no me asusta tanto morirme, como me duele no volver a verte.
Ojalá mi vida fuera otra. ¿ Por qué no te conocí en el barrio, en una fiesta, o en el cine?
Es irónico, que todo el amor que siento deba derramarse en un papel y no en tus labios, que el borde de mi mano roce una hoja de carta y no tu cabello al abrazarte.
Estoy apretando el lápiz como si al hacerlo pudiera retenerte y a un tiempo impedir que se me escape la vida.
Me duele este amor en cada célula viva de mi cuerpo; ese cuerpo que pronto dejará de ser un conjunto de células vivas para ser tan sólo un recuerdo vivo, tal vez, nada más que en tu memoria.
Recordarás a la puta que te amó, pero que lo hizo de una manera tan pura y tierna, que todo el lodo que la rodeaba jamás ensució su corazón, ni mancilló tu brillo de bicicleta.
Un día que te ví en la ciudad, te seguí hasta el lugar donde trabajas. Por eso esta carta la dejaré allí; y le diré a la recepcionista que te la entregue. No puedo decir tu nombre porque no sé si es verdadero, pero te describiré sin explicar quién soy ni de dónde te conocí.
No me busques, si es que quieres hacerlo, porque me voy, no sé dónde, pero lejos.
Es gracioso, pero se me acaba de ocurrir que es mejor que me vaya yendo de a poco asi no me duele tanto cuando tenga que irme del todo.
Voy a irme tan lejos como pueda, a algún pueblo donde hayan menos autos y más bicicletas.
Quiero pedirte que no sigas buscando el amor en las que son como yo. Tengo miedo que te enfermes.
Creo que también te lo pido porque siento que me estarías engañando.
Ya te lo dije, soy medio bruta, y de tan bruta te amo como a un esposo.
¿ Existe Dios ? Espero que sí, para que perdone mi vida y me reciba del otro lado, muy pronto cuando me vaya. También para que te cuide.
He dado muchos besos en mi vida, sin embargo es este que ahora no te puedo dar, el único que en verdad estoy dando.
Te amaré por siempre.
Rocio.

miércoles, 3 de febrero de 2010

MI LIBRO DE LOS PAPAS A PERON

Me complace después de varios años de escrito, subir a la red el archivo en PDF de mi último libro publicado.
Tan sólo con hacer click sobre el título del mismo que esta debajo de estas líneas, los llevara a una página donde podrán leer todo el contenido de ese humilde trabajo literario.

DE LOS PAPAS A PERON

martes, 2 de febrero de 2010

UN CUENTO QUE ESCRIBI HACE ALGUNOS AÑOS

El Horno de Barro
Daniel Walter Lencinas


La casa, cómo decirlo, era igual a todas las casas de campo que había por la zona de El Algarrobal, en el área labriega de Mendoza. Edificada con gruesos ladrillos de barro secados al sol, en el estilo de las “viviendas chorizo” tenía en un extremo de la misma, la cocina - que por las dimensiones podría haber sido la vivienda entera -, y en donde el piso con entablonado de madera de esa habitación, contrastaba con las baldosas calcáreas del resto de la morada.
Pegado a la cocina estaba el baño (grande para no desentonar con el conjunto), frente a él la galería cerrada con mamparos vidriados, y a lo largo de ella las distintas habitaciones de la casa: el comedor principal que rara vez se usaba, y los dormitorios de los integrantes de la familia.

En la galería, y aprovechando el sol que desde el Norte se filtraba por las ventanas, estaba una mesa con sillas y algunos sillones que ofrecían en invierno la bondad de las siestas entibiadas por los débiles rayos.
Un enorme brasero hecho de grueso acero, completaba el cuadro típico del interior de la casa en los meses fríos.
En el dormitorio de los dueños de casa, una pareja de italianos que promediaban los cincuenta años de vida - y que hacía más de treinta descendieron de un barco que los trajo desde la Itálica península hasta las tierras gauchas – estaba, colgado de la pared en posición vertical y a un costado de la cama, un viejo fusil Winchester calibre 44-40 que su dueño atesoraba como recuerdo y defensa.
José, que así se llamaba aquel viejo siciliano, sentía especial afecto por el arma e igual temor de que su nieto, con la fascinación propia que un niño de 9 años tiene por ese tipo de objetos, la disparara accidentalmente.
Un vecino, a quien conoció en el barco que lo alejó de la tierra que lo vio nacer, le había regalado la semana anterior una caja de balas para su tan preciado fusil. Cada bala era tan larga y gruesa como el dedo índice de un hombre adulto, y las cincuenta unidades que contenía el estuche de cartón, anticipaban con su peso el peligro que encerraban.
La casa de José, que él construyó desde la hechura misma de los adobes, estaba enclavada en un terreno de ocho hectáreas donde tenía los viñedos y las hortalizas que con esfuerzo y trabajo cultivaba durante el año.
Por fuera, la casa ofrecía una apacible imagen; las flores de glicinas que se trepaban por la estructura de madera suspendida a lo largo de las ventanas de la galería, apantallaban en verano los rigores del calor; un poco más allá se levantaba el gallinero, que con una nutrida población de “ponedoras”, era el orgullo de María, la esposa del italiano.
Inmediatamente al lado de los corrales de las aves se encontraba el horno. Rígida cáscara semiesférica marrón de barro, cual Iglú del desierto, que guardaba en su interior las promesas de jugosas empanadas, cerdos adobados con aliño, panes caseros y tortas con chicharrones que después comerían por la tarde, calentadas a la orilla de las ascuas del brasero.
Ese mes en particular el horno no sólo guardaría aquellas promesas culinarias, sino también el regalo del vecino: la caja de proyectiles del Winchester, que en un momento de magnífico desatino, José decidió esconder en el borde interior de la boca del horno para salvaguardar a su nieto de tan peligroso juguete.
Si esconder tamaña cantidad de pólvora y plomo dentro del horno de barro era de por sí una locura, ni que decir del hecho de olvidar comentárselo a su esposa, usual encargada de calentar el horno para la cocción de los panes para la semana.
María, que había amasado una cantidad importante de harina, permitió que se levantara gracias a la levadura que incorporó, y cuando la masa estuvo lista para comenzar a hacer los panes, salió al patio con los brazos aún un poco salpicados de blanco, y tomando las ramas de la última poda y algunas leñas más, se decidió a calentar el horno.
Primero arrugó unas pocas hojas de periódico que ubicó casi en el centro de la circunferencia que formaba la base del horno, sobre esos papeles colocó las ramas y hojarascas secas por el tiempo, dispuestas a arder intensamente no bien las lenguas del fuego comenzaran a acariciarlas; encima puso los troncos más gruesos y, fuego en mano, encendió la pequeña hoguera.
Merced a tener los hornos de barro un orificio en su parte superior, que toda la gente llama tronera, muy útil a la hora de crear la corriente de aire necesaria para que el fuego arda mejor, las llamas pronto aparecieron en la artesanal pira.
María observaba el fuego sin saber que a escasos centímetros de la hoguera, y de su propia cara, se encontraba la caja asesina conteniendo los cincuenta proyectiles.
El horno comenzó a calentarse. María miró por última vez su infiernillo y se dispuso a ingresar nuevamente a la casa para terminar la tarea de armar los panes y los panecillos con chicharrones. Había recorrido unos pocos pasos cuando la guerra se le vino encima.
Sin otro uniforme que su propia pollera, zapatillas de lona, los calcetines tres cuartos de algodón de su marido, suéter color rosa, y una capa de lana que ella misma tejió a dos agujas y que apenas le cubría la mitad de la espalda, oyó los primeros disparos sin saber exactamente qué estaba sucediendo en su apacible horneada.
Que sonara la primera detonación, que saltara un pedazo inmenso de barro de la pared del horno, y que la primera víctima gallinácea sucumbiera despanzurrada por la metralla fue una sola cosa.
María, atrincherándose detrás del tractor que estaba estacionado en las cercanías del horno, eje del conflicto bélico, rogaba por un casco militar que al menos le diese protección y que de todas formas le habría conferido cierto aire de combatiente que en ese momento no tenía.
A medida que el horno perdía su estructura, las gallinas perdían la vida, y el techo metálico del gallinero alivianaba su peso cada vez con más agujeros. Las pobres aves cacareaban corriendo enloquecidas y realizando cortos vuelos, muchos de los cuales le dieron a la emplumada protagonista el honor de morir en singular combate aéreo.
La guerra no duró demasiado, apenas unos cinco minutos de haber comenzado ya había terminado; sin embargo su balance fue terrible. Catorce aves, entre gallos y gallinas, habían regado con su sangre y sus plumas el campo de la desigual batalla. María presa de la histeria quedó desmayada apoyada en la rueda mayor de un tractor que lucía en su pintura las condecoraciones blanquecinas donde impactaron las balas. José aprendió de repente que la pólvora y el fuego nunca se llevaron bien. Mientras que el horno con su estructura gótica recién estrenada, comenzaba a rendir mudo recuerdo al fragor de las municiones de tan inusitada horneada.


F I N