martes, 2 de febrero de 2010

UN CUENTO QUE ESCRIBI HACE ALGUNOS AÑOS

El Horno de Barro
Daniel Walter Lencinas


La casa, cómo decirlo, era igual a todas las casas de campo que había por la zona de El Algarrobal, en el área labriega de Mendoza. Edificada con gruesos ladrillos de barro secados al sol, en el estilo de las “viviendas chorizo” tenía en un extremo de la misma, la cocina - que por las dimensiones podría haber sido la vivienda entera -, y en donde el piso con entablonado de madera de esa habitación, contrastaba con las baldosas calcáreas del resto de la morada.
Pegado a la cocina estaba el baño (grande para no desentonar con el conjunto), frente a él la galería cerrada con mamparos vidriados, y a lo largo de ella las distintas habitaciones de la casa: el comedor principal que rara vez se usaba, y los dormitorios de los integrantes de la familia.

En la galería, y aprovechando el sol que desde el Norte se filtraba por las ventanas, estaba una mesa con sillas y algunos sillones que ofrecían en invierno la bondad de las siestas entibiadas por los débiles rayos.
Un enorme brasero hecho de grueso acero, completaba el cuadro típico del interior de la casa en los meses fríos.
En el dormitorio de los dueños de casa, una pareja de italianos que promediaban los cincuenta años de vida - y que hacía más de treinta descendieron de un barco que los trajo desde la Itálica península hasta las tierras gauchas – estaba, colgado de la pared en posición vertical y a un costado de la cama, un viejo fusil Winchester calibre 44-40 que su dueño atesoraba como recuerdo y defensa.
José, que así se llamaba aquel viejo siciliano, sentía especial afecto por el arma e igual temor de que su nieto, con la fascinación propia que un niño de 9 años tiene por ese tipo de objetos, la disparara accidentalmente.
Un vecino, a quien conoció en el barco que lo alejó de la tierra que lo vio nacer, le había regalado la semana anterior una caja de balas para su tan preciado fusil. Cada bala era tan larga y gruesa como el dedo índice de un hombre adulto, y las cincuenta unidades que contenía el estuche de cartón, anticipaban con su peso el peligro que encerraban.
La casa de José, que él construyó desde la hechura misma de los adobes, estaba enclavada en un terreno de ocho hectáreas donde tenía los viñedos y las hortalizas que con esfuerzo y trabajo cultivaba durante el año.
Por fuera, la casa ofrecía una apacible imagen; las flores de glicinas que se trepaban por la estructura de madera suspendida a lo largo de las ventanas de la galería, apantallaban en verano los rigores del calor; un poco más allá se levantaba el gallinero, que con una nutrida población de “ponedoras”, era el orgullo de María, la esposa del italiano.
Inmediatamente al lado de los corrales de las aves se encontraba el horno. Rígida cáscara semiesférica marrón de barro, cual Iglú del desierto, que guardaba en su interior las promesas de jugosas empanadas, cerdos adobados con aliño, panes caseros y tortas con chicharrones que después comerían por la tarde, calentadas a la orilla de las ascuas del brasero.
Ese mes en particular el horno no sólo guardaría aquellas promesas culinarias, sino también el regalo del vecino: la caja de proyectiles del Winchester, que en un momento de magnífico desatino, José decidió esconder en el borde interior de la boca del horno para salvaguardar a su nieto de tan peligroso juguete.
Si esconder tamaña cantidad de pólvora y plomo dentro del horno de barro era de por sí una locura, ni que decir del hecho de olvidar comentárselo a su esposa, usual encargada de calentar el horno para la cocción de los panes para la semana.
María, que había amasado una cantidad importante de harina, permitió que se levantara gracias a la levadura que incorporó, y cuando la masa estuvo lista para comenzar a hacer los panes, salió al patio con los brazos aún un poco salpicados de blanco, y tomando las ramas de la última poda y algunas leñas más, se decidió a calentar el horno.
Primero arrugó unas pocas hojas de periódico que ubicó casi en el centro de la circunferencia que formaba la base del horno, sobre esos papeles colocó las ramas y hojarascas secas por el tiempo, dispuestas a arder intensamente no bien las lenguas del fuego comenzaran a acariciarlas; encima puso los troncos más gruesos y, fuego en mano, encendió la pequeña hoguera.
Merced a tener los hornos de barro un orificio en su parte superior, que toda la gente llama tronera, muy útil a la hora de crear la corriente de aire necesaria para que el fuego arda mejor, las llamas pronto aparecieron en la artesanal pira.
María observaba el fuego sin saber que a escasos centímetros de la hoguera, y de su propia cara, se encontraba la caja asesina conteniendo los cincuenta proyectiles.
El horno comenzó a calentarse. María miró por última vez su infiernillo y se dispuso a ingresar nuevamente a la casa para terminar la tarea de armar los panes y los panecillos con chicharrones. Había recorrido unos pocos pasos cuando la guerra se le vino encima.
Sin otro uniforme que su propia pollera, zapatillas de lona, los calcetines tres cuartos de algodón de su marido, suéter color rosa, y una capa de lana que ella misma tejió a dos agujas y que apenas le cubría la mitad de la espalda, oyó los primeros disparos sin saber exactamente qué estaba sucediendo en su apacible horneada.
Que sonara la primera detonación, que saltara un pedazo inmenso de barro de la pared del horno, y que la primera víctima gallinácea sucumbiera despanzurrada por la metralla fue una sola cosa.
María, atrincherándose detrás del tractor que estaba estacionado en las cercanías del horno, eje del conflicto bélico, rogaba por un casco militar que al menos le diese protección y que de todas formas le habría conferido cierto aire de combatiente que en ese momento no tenía.
A medida que el horno perdía su estructura, las gallinas perdían la vida, y el techo metálico del gallinero alivianaba su peso cada vez con más agujeros. Las pobres aves cacareaban corriendo enloquecidas y realizando cortos vuelos, muchos de los cuales le dieron a la emplumada protagonista el honor de morir en singular combate aéreo.
La guerra no duró demasiado, apenas unos cinco minutos de haber comenzado ya había terminado; sin embargo su balance fue terrible. Catorce aves, entre gallos y gallinas, habían regado con su sangre y sus plumas el campo de la desigual batalla. María presa de la histeria quedó desmayada apoyada en la rueda mayor de un tractor que lucía en su pintura las condecoraciones blanquecinas donde impactaron las balas. José aprendió de repente que la pólvora y el fuego nunca se llevaron bien. Mientras que el horno con su estructura gótica recién estrenada, comenzaba a rendir mudo recuerdo al fragor de las municiones de tan inusitada horneada.


F I N

1 comentario:

  1. Realmente un cuento hermoso que tranporta la imaginacion a tal momento.
    Muy bien logrado amor, te felicito eres todo un escritor, mi escritor.
    Te amo y cada dia te admiro mas.

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